Aterrizando en… ¡Marrakech!
¡Bienvenidos a la ciudad roja!
Marrakech te recibe con su energía vibrante, sus colores intensos y el aroma a especias que flota en el aire. A lo largo del día, iremos recogiendo a los viajeros según sus llegadas y tendréis tiempo libre para pasear a vuestro ritmo, explorar la medina o simplemente relajaros y absorber el ambiente.
Por la noche, disfrutaremos de la primera cena en grupo, descubriendo la riqueza de la gastronomía marroquí. Después, la ciudad se transforma: el bullicio de la plaza, las luces y el ritmo de la noche nos sumergirán en un Marrakech completamente distinto al del día.
Con la primera luz de la mañana, la carretera se abre paso entre las montañas del Alto Atlas. Dejamos atrás Marrakech y avanzamos hacia el puente natural de Iminifri, una impresionante formación geológica esculpida por el agua a lo largo de milenios. Caminaremos bajo su arco de piedra, donde el sonido del agua y la inmensidad de la roca crean una atmósfera sobrecogedora.
Más adelante, la ruta se adentra en el valle del Tassaoute, uno de los paisajes más espectaculares de la cordillera. Las curvas nos llevan por montañas que parecen no tener fin hasta alcanzar Mahdaz, un pueblo de piedra donde el tiempo parece haberse detenido. Las construcciones, mimetizadas con la roca, cuentan historias de un pasado donde la vida giraba en torno a la montaña. Aquí, en una casa familiar, compartiremos un cuscús tradicional, preparado con el mismo mimo con el que lo han hecho durante generaciones. Un momento para sentarse, saborear y disfrutar de la hospitalidad bereber en su máxima expresión.
Más al sur, el paisaje cambia. Aparece el oasis de Skoura, un rincón escondido entre palmeras donde las kasbahs de adobe han resistido el paso del tiempo. Algunas, imponentes y bien conservadas, recuerdan la importancia de estas fortalezas en la historia del desierto. Otras, menos conocidas, guardan su propio misterio entre muros de barro erosionados por los años.
La ruta continúa cruzando las montañas del Sarhro, una cadena montañosa cubierta de piedras negras donde la erosión ha esculpido cañones imponentes. A lo largo del camino, los contrastes de colores entre la roca oscura y el cielo despejado crean un paisaje único.
Poco a poco, el paisaje anuncia la llegada al valle del Draa, una de las rutas más legendarias del sur. Este camino, que durante siglos siguieron las últimas caravanas que cruzaban el Sáhara, se adentra en un mundo de palmerales interminables, kasbahs y pueblos de adobe donde aún resuena el eco de aquel pasado nómada.
En uno de estos pueblos, donde antaño las caravanas pagaban sus impuestos antes de continuar su ruta, nos sentaremos a compartir una comida tradicional, rodeados de arquitectura de barro y la historia que aún se respira en sus calles.
Cada kilómetro nos acerca más a un Marruecos que sigue latiendo con fuerza, donde las huellas del pasado aún se mezclan con el presente, creando una sensación que solo se puede comprender al vivirla.
A partir de este día, el camino nos lleva al corazón del valle del Draa, siguiendo la antigua ruta de las caravanas bereberes que cruzaban el desierto. El paisaje se abre entre palmerales interminables, donde cada curva del camino descubre pueblos de adobe que han resistido el paso del tiempo.
Nos detenemos en Tamnougalt, Nasrate y Ouled Driss, lugares donde las tradiciones siguen vivas y la vida transcurre con la misma calma de hace siglos. Aquí, el tiempo parece haberse detenido y cada rincón cuenta historias de mercaderes, viajeros y familias que han habitado este valle durante generaciones.
Más adelante, las palmeras van dando paso a las primeras dunas. Llegamos a Ait Isfoul, donde la arena blanca se extiende en una media circunferencia perfecta. Desde lo alto de estas dunas, el horizonte se transforma en una paleta de colores dorados y rojizos mientras el sol se despide del día. Es un momento de quietud absoluta, donde el silencio y la inmensidad lo envuelven todo.
Al día siguiente, el palmeral queda atrás y nos adentramos en el Sáhara más profundo. Cuando la carretera se acaba, el paisaje se abre a un mundo de dunas y llanuras infinitas, un territorio que va más allá de cualquier imagen de documental. Aquí, el desierto se muestra en su forma más pura, un lugar donde la inmensidad y el silencio se funden en una experiencia difícil de describir.
Nuestra segunda noche en el desierto será en unas tradicionales haimas, situadas junto a unas dunas imponentes, las más espectaculares de Marruecos. No hay ruido, ni luces artificiales, solo el cielo estrellado y la sensación de estar en un lugar donde la naturaleza aún domina el tiempo.
Este tramo del viaje no es solo un recorrido, es una experiencia que conecta con la esencia más profunda de Marruecos y del desierto. Cada paso nos lleva más lejos de lo conocido y más cerca de la inmensidad, la calma y los secretos que solo el Sáhara puede revelar.
Amanecer en el desierto trae consigo un espectáculo de luz y sombras sobre las dunas. Dejamos atrás la calma de la noche y nos adentramos en una travesía que parece sacada de otro mundo. Bordeamos el Erg Chegaga siguiendo un río de arena, donde la inmensidad del paisaje nos recuerda que aquí la naturaleza es la única que dicta las reglas.
La ruta nos conduce hasta el lago Iriki, un vasto lecho seco donde el horizonte se vuelve un juego de espejismos. La vista se pierde en ilusiones de agua que desaparecen con el viento, mientras las dunas continúan su danza eterna con el desierto. Más adelante, el suelo se cubre de restos de un tiempo remoto: fósiles incrustados en la piedra, testigos de un pasado en el que este paisaje árido fue un océano lleno de vida.
Rodeamos montañas erosionadas por el desierto, donde las formas esculpidas por el viento nos recuerdan lo efímero del tiempo. Poco después, el desierto comienza a ceder, dando paso a la primera señal de civilización en días: Foum Zguid, la puerta de salida de este mundo de arena.
Desde aquí, la ruta sigue hacia el norte. Los paisajes cambian una vez más, con montañas que surgen entre palmerales y valles escondidos, anunciando nuestra llegada a Ouarzazate. Después de días recorriendo territorios apartados, esta ciudad aparece como un respiro en el camino, un punto de encuentro entre el Sáhara y el Atlas.
Al día siguiente, la carretera nos lleva por el valle del río Ounila, una ruta que discurre entre montañas, siguiendo el curso del agua desde lo alto. Desde la carretera, la vista se abre a un mosaico de pueblos de adobe aferrados a las laderas, con las mujeres lavando la ropa en el río, manteniendo tradiciones que han perdurado durante siglos. En el camino, descubrimos la kasbah de Tamkhat y su mezquita, testigos de una época en la que esta región era un enclave estratégico en las rutas comerciales.
Más adelante, alcanzamos Telouet, la antigua residencia del Glaoui, el señor del Atlas. Su kasbah, con sus muros de barro y salones decorados con una belleza decadente, es un recordatorio de un pasado de poder y traiciones en las montañas.
El último tramo del viaje nos lleva a cruzar el puerto de Tichka, el paso más alto del Atlas, desde donde el paisaje se abre en una vista espectacular. La carretera desciende serpenteando hasta llegar de nuevo a Marrakech, donde el bullicio y el ritmo de la ciudad nos devuelven al presente.
El último día es libre hasta la hora del traslado al aeropuerto. Será el momento de despedirse de Marruecos, de perderse una vez más por las calles de la medina o simplemente sentarse en una terraza y dejar que los recuerdos del viaje se asienten. Un último té, una última mirada a la ciudad, y la certeza de haber vivido una experiencia que quedará para siempre.